Al final de la conversación me
encontraba en el salón, de pie. Arrojé el teléfono móvil sobre
uno de los dos sofás que
componían el centro de la habitación y, por algún extraño
motivo, decidí que era el momento perfecto para cascármela; no
quería pensar en otra cosa que no fuese mi mano frotándose sobre mi
nabo. Al carajo todas las
mujeres de carne y hueso del mundo, me conformaba con una proyección
cuando el amor dejaba de tener sentido. Al fin y al cabo, siempre
había sido así cuando me rechazaban en el instituto, cuando lo
único a lo que podía aspirar con la cara repleta de pústulas y de
pus era a provocar asco, repulsión y, con un poco de suerte,
lástima. ¿Dónde habían estado las mujeres entonces? ¿Dónde
había estado mi madre?
No fue difícil encontrar un vídeo que
me excitara. Una mujer rubia, teñida, con rasgos asiáticos, era
embestida una y otra vez por un macho blanco de tupé y patillas a lo
Elvis. Me puse manos a la obra, en el sagrado salón de la casa de mi
familia, donde media hora antes había estado cosiendo la mujer de mi
padre y jugando mi hermano pequeño a la consola. Al principio pude
concentrarme en el simple hecho de masturbarme, pero poco a poco fui
desviando la atención hacia otro factor que, dependiendo de la
perspectiva que pudiera suscitar dicha situación, podría tratarse
de un detalle nimio: aquella pareja estaba disfrutando; por primera
vez en muchísimo tiempo encontraba un vídeo en el que una mujer
disfrutaba del sexo sin pretensiones mientras era filmada. Las
piernas de la chica rubia, teñida y de rasgos asiáticos temblaban
en el vaivén del proceso y sus gemidos no eran teatro. No sabría
explicarlo mejor, pero es tan simple como eso, como que en sus
suspiros, en sus gimoteos, en su mirada o en sus movimientos no había
el menor atisbo de pretensión o teatro, nada era forzado. Pensé que
aquel polvo, grabado a lo
mejor años atrás, tenía todo el sentido del mundo; es decir,
aquellas dos personas que follaban para otras miles, quizás millones
de personas, seguirían follando digitalmente hasta, quizás, el
final de nuestra civilización, y lo seguirían haciendo con ganas
mientras el resto de los humanos se odian, se insultan, se destruyen
y autodestruyen, se incineran, se drogan, se envilecen y dan paso a
otra generación de humanos que se odian, se insultan, se destruyen y
autodestruyen, se incineran, se drogan y se envilecen; y mi paja
progresaba hasta que, definitivamente, me corrí sobre un pañuelo de
papel arrugado.
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