domingo, 8 de diciembre de 2013

Algo nuevo de hace tiempo

Si no vivo solo es porque no puedo permitírmelo. Cuando consiga algo de dinero, lo primero que haga será alquilar un pequeño estudio para mí solo. La gente entra y sale de mi piso como si fuese una absurda prolongación del espacio público; es algo que realmente me molesta. Al principio me preocupaba por cuidar mi aspecto, más tarde dejé de ponerme los pantalones y creo que el resto es obvio. Soy el monstruo que vive encerrado en el cuarto oscuro de la casa. Mi nueva compañera de piso ya me presentó una vez como “el raro”, literalmente. Es difícil hacerle ver a la gente que estás cansado de tratar con las personas, o que sencillamente llevas un modo de vida solitario. Mi compañera de piso es francesa y ha conseguido que llegue a odiar a una nación entera. Casi puedo llegar a comprender a Hitler gracias a ella. No acepta nunca un NO por respuesta. Tengo que comer verduras ecológicas porque ella quiere, tengo que ir a su jodido concierto de música fusión porque ella quiere, tengo que ver su ridículo cine francés porque ella quiere, tengo que soportar a sus amigos filósofos cada uno de los días de mi jodida existencia mientras viva en este puto piso PORQUE ELLA QUIERE. ¿Es tan difícil dejar a alguien tranquilo? El problema no es que ODIE a la gente, sino que hay personas que imponen sus modos de vida como esta tía. Ella ni siquiera se molesta en preguntarme si algo me apetece o no, ni siquiera se molesta en dejar de hablar de ella misma, y todos la admiran y veneran. Por culpa de personas como ella empiezo a pensar que estoy realmente loco, que estoy lejos de encontrar una solución a ello. Al principio pensaba que eran etapas, pero las etapas se convierten en décadas y la gente sonríe feliz por la calle mientras yo, con el cadáver de mi madre sentado en una mecedora, interpreto mi propia versión de Norman Bates. Las mujeres no ayudan, ellas me absorben y me convierten en algo suyo. Ellas transforman el amor en un contrato y todo se convierte en una obligación, y luego lloran y lloran y yo me siento culpable; y si esto sucede en la calle todos me observan y muchos de los hombres que andan cerca con otras mujeres se paran a mirar y se plantean la posibilidad de intervenir y convertir mis gafas, mis dientes, mis orejas y mi cara en la misma cosa inútil. Unos meses atrás cometí la insensatez de adoptar un cachorro de mastín. Tengo muchas interpretaciones distintas para dar explicación a un fenómeno tan extraño como fue aquel impulso. Sea como sea, me sigo preguntando cuánto tiempo seguirá creciendo esta bestia. ¿Terminará devorándome? De cualquier modo sigue siendo mucho más gratificante que mantener una relación de amistad con un ser humano. Los humanos te devoran y te engullen a su modo, y la mayoría de las veces ni se molestan en escupir tus huesos. Al menos ya no puedo decir que esté completamente solo. Ahora estoy tumbado en la cama fumando un cigarrillo y tapado con una manta hasta la cintura, un sábado por la tarde. Las risas de los niños atraviesan los cristales y es imposible aislarse del todo. Soy un viejo de veintidós años en una postura terminal preguntándose por milésima vez el sentido de todo. Solo espero que esto no termine convirtiéndose en la carta de un suicida. Puede que una gran parte del problema sea el tiempo. Las personas se olvidan del tic-tac del reloj y hacen cosas e intentan llevar una vida normal. La muerte es algo que está presente en cada uno de los minutos de mi vida, invadiendo mi alma como un cáncer. Por eso odio cuando las personas como mi compañera de piso reclaman mi preciado tiempo para hacer con él lo que se les antoja, que la mayoría de las veces es tirarlo por el retrete. Y es el miedo a perder el tiempo o a acabar en el olvido lo que me impide hacer cosas y disfrutar del momento que me ha sido establecido. Dentro de unos cien años ya no quedará ni una sola huella de mí en este jodido mundo, cosa de la que quizás debería sentirme orgulloso. Probablemente, a lo mejor, puede ser, quizás… Todo es una duda. Una estúpida y cómica duda. Debería gastarme todo mi dinero en alcohol, en drogas, en putas y en comida para perro.

sábado, 2 de marzo de 2013

La paja


Al final de la conversación me encontraba en el salón, de pie. Arrojé el teléfono móvil sobre uno de los dos sofás que componían el centro de la habitación y, por algún extraño motivo, decidí que era el momento perfecto para cascármela; no quería pensar en otra cosa que no fuese mi mano frotándose sobre mi nabo. Al carajo todas las mujeres de carne y hueso del mundo, me conformaba con una proyección cuando el amor dejaba de tener sentido. Al fin y al cabo, siempre había sido así cuando me rechazaban en el instituto, cuando lo único a lo que podía aspirar con la cara repleta de pústulas y de pus era a provocar asco, repulsión y, con un poco de suerte, lástima. ¿Dónde habían estado las mujeres entonces? ¿Dónde había estado mi madre?
No fue difícil encontrar un vídeo que me excitara. Una mujer rubia, teñida, con rasgos asiáticos, era embestida una y otra vez por un macho blanco de tupé y patillas a lo Elvis. Me puse manos a la obra, en el sagrado salón de la casa de mi familia, donde media hora antes había estado cosiendo la mujer de mi padre y jugando mi hermano pequeño a la consola. Al principio pude concentrarme en el simple hecho de masturbarme, pero poco a poco fui desviando la atención hacia otro factor que, dependiendo de la perspectiva que pudiera suscitar dicha situación, podría tratarse de un detalle nimio: aquella pareja estaba disfrutando; por primera vez en muchísimo tiempo encontraba un vídeo en el que una mujer disfrutaba del sexo sin pretensiones mientras era filmada. Las piernas de la chica rubia, teñida y de rasgos asiáticos temblaban en el vaivén del proceso y sus gemidos no eran teatro. No sabría explicarlo mejor, pero es tan simple como eso, como que en sus suspiros, en sus gimoteos, en su mirada o en sus movimientos no había el menor atisbo de pretensión o teatro, nada era forzado. Pensé que aquel polvo, grabado a lo mejor años atrás, tenía todo el sentido del mundo; es decir, aquellas dos personas que follaban para otras miles, quizás millones de personas, seguirían follando digitalmente hasta, quizás, el final de nuestra civilización, y lo seguirían haciendo con ganas mientras el resto de los humanos se odian, se insultan, se destruyen y autodestruyen, se incineran, se drogan, se envilecen y dan paso a otra generación de humanos que se odian, se insultan, se destruyen y autodestruyen, se incineran, se drogan y se envilecen; y mi paja progresaba hasta que, definitivamente, me corrí sobre un pañuelo de papel arrugado.

lunes, 11 de febrero de 2013

El chicle


Habían quedado en la puerta de una librería del centro. Elisa llegaba tarde a la cita, como siempre. Al encontrarse ambos, Roberto pudo analizar su aspecto y descubrir que volvía a aparecer en chándal, despeinada, como recién levantada. Roberto no se había arreglado demasiado y tampoco perfumado, pero, aunque la llevaba sin remeter, había elegido su mejor camisa. También se había peleado con el peine, objeto que empezaba a odiar (quizás porque estaba empezando a perder pelo, cosa que le producía pánico).

Elisa llegó a Roberto, al fin, y le besó; fue un beso breve y el chico notó el sabor y el olor a tabaco en la boca de ella. Elisa no había cuidado ninguno de los aspectos físicos básicos para la cita, y este último empezaba a sentirse como un completo idiota.

-         ¿Quieres un chicle? –dijo Roberto, con sutileza.
-         ¿Por qué iba a querer un chicle? –contestó Elisa-. ¿Acaso me huele mal el aliento?
-         Yo no he dicho eso, simplemente acabo de comprar unos chicles viniendo hacia aquí y te he ofrecido uno. ¿Siempre tienes que estar a la defensiva?

Elisa entró primero en la librería, dando la espalda a su novio y zanjando así la discusión. Una vez dentro, cada uno se dirigió a una sección diferente: él empezó a ojear algo por la de ciencia ficción y ella se detuvo en poesía. Al cabo de un rato, volvieron a encontrarse en el pasillo y Elisa llevaba un tomo de Baudelaire.

-         Me encanta la poesía, deberías leer poesía –dijo ella.
-         No es algo que suela apetecerme, pero aun así me he leído “Les fleurs du mal” -dijo, señalando el libro que ella llevaba agarrado.

Roberto se acercó a Elisa y, acariciándole el trasero y haciendo un duro esfuerzo por olvidarse del sabor a tabaco, la besó apasionadamente. Ella, pese a su dejadez manifiesta cuando se trataba de verle a él, era una chica preciosa. Se habían conocido en una exposición de arte contemporáneo, entre figuras que pretendían llegar a insinuar algo, de cualquier forma o manera. Elisa llevaba una camisa blanca y una falda de cuadros ajustada que dejaba ver sus muslos hasta límites escandalosos; la atracción entre los dos fue prácticamente inmediata.

El beso no duró lo suficiente ni tuvo el efecto esperado, ella se separó de él con un ligero empujoncito y se dirigió otra vez a la sección de poesía. Roberto se quedó plantado en el pasillo observándola durante un rato, esperando que le devolviese la mirada, pero ella no parecía advertirlo o simplemente no quería seguir con el juego.

Al cabo de un rato, Elisa se acercó a un chico que rondaba por allí e inició una conversación con él. A juzgar por el tono, Roberto se percató de que le estaba preguntando algo, pero no podía estar seguro porque no escuchaba claramente lo que se decía desde su posición, y la música de ambiente tampoco ayudaba demasiado. El corazón de Roberto empezó a latir con furia, éste podía notar cómo la sangre caliente llegaba a su cabeza y volvía a bajar por el cuello hasta sus puños, que se cerraron violentamente. Optó por acercarse a Elisa, y mientras lo hacía tenía la sensación de que cada uno de sus pasos resonaba por toda la librería. Llegó hasta ella y pasó un brazo por su cintura.

-         Elisa, cariño, tengo hambre. ¿Te apetece que nos vayamos a cenar a algún sitio?
-         Un segundo, Roberto, estoy hablando con este chico.
-         Soy Samuel, por cierto –dijo el intruso, y estrechó la mano de Elisa a modo de presentación. Después miró a Roberto y, dubitativo, le ofreció también a él su mano. Éste miró a otro lado, disimuladamente.
-         ¿Pero a ti qué coño te pasa? –preguntó Elia, dirigiéndose a su novio.
-         ¿De qué estás hablando?
-         Vienes aquí como un machito intentando marcar territorio. ¿Acaso no puedo mantener una jodida conversación con alguien?

Samuel miraba a otro lado, intentando apartarse de la conversación, pero desde el punto de vista de Roberto lo estaba empeorando todo con esa actitud de buenazo hijo de puta.

-         Mira –comenzó Roberto-, estás sacándolo todo de quicio hablando así delante de un completo desconocido. ¡Me estás dejando peor que a una mierda!
-         Será porque eres peor que una mierda.
-         Además, le estás preguntando algo de “Las flores del mal” y antes te dije que yo lo había leído. ¿Soy tan insoportable para ti que ni siquiera podemos mantener una puta conversación?
-         Me voy –concluyó Elisa. Agarró el brazo de Samuel y los dos salieron por la puerta de la librería.

Roberto nunca se había enamorado de una mujer, pero por algún motivo consideraba que Elisa era distinta a las demás y siempre había intentado tratarla de la mejor manera. Ahora se había ido con otro tío y no sabía si se trataba de una simple lección o no, si volvería a él o, por el contrario, desaparecería para siempre, pero lo que Roberto sabía seguro era que la quería. En una de las manos tenía agarrado un ejemplar de “Yo, robot”, y no había reparado en ello hasta un rato después de que Elisa saliese por la puerta con aquel tipo. Roberto dejó el libro en una estantería al azar de la sección de poesía y salió de allí, en dirección a su casa.