miércoles, 28 de noviembre de 2012

El troll


Estoy en el tren, de camino a Sevilla.
Hay una niña de unos cinco años sentada detrás de mí y no para de gritar. Los niños lo dicen todo gritando; me ponen enfermo. La madre le ríe las gracias y supongo que espera que todos los pasajeros lo hagan también. Su hija crecerá y tendrá hijos y a su vez será una zorra al igual que su madre.

Aún recuerdo perfectamente mi primer día de colegio. Un niño de la clase no paraba de llorar y gritar como no había escuchado jamás a nadie, realmente me jodía que se comportara así. Quince años más tarde, me follaría a su novia. Supongo que a veces se hace justicia.

Al releer lo que escribo, me doy cuenta de que estoy siendo particularmente violento. Supongo que los gritos y las patadas de la niña son parte de la causa.

Yo estaba ilusionadísimo el primer día de clase. Para mí era una aventura relacionarme con gente de mi tamaño. Nos encerraban a todos en una habitación y nos trataban como a deficientes mentales. Siempre que alguien hacía una pregunta comprometida, nos contestaban con cualquier mentira que teníamos que creer. Y algunos lo creían, aunque yo sabía que había algo sucio en la típica historia de la cigüeña. Mi padre la cambió un día por algo sobre una semilla que se plantaba en el vientre de una mujer y yo me preguntaba qué tenía que ver la jardinería en todo esto. Mi madre no tenía pinta de ser una mujer en la que fuera fácil plantar nada.

En el colegio había una profesora que solía insultar a los niños: Rosa. Yo siempre estaba haciendo gamberradas, y una de mis favoritas era colarme en la clase durante el recreo para coger las ceras de colores y pintarme la cara. Rosa me pilló escondido en la clase a oscuras en una ocasión  y recuerdo perfectamente lo que dijo: “¿Estás castigado? No me extraña, eres un GILIPOLLAS.” 
Durante dos años estuvo burlándose de mí, siempre cuando no había otros profesores cerca. Recuerdo perfectamente cómo se movía su papada cada vez que me decía “feo” o “gilipollas”.

Mis padres trabajaban en el juzgado. No eran abogados ni jueces. Se dedicaban a escribir a máquina informes y no sé qué. “Burocracia y papeleo”, como decía mi padre. Yo salía a las dos del colegio y me dirigía a las oficinas. Allí tenía que esperar a que fueran las tres y media, hora a la que salía mi madre. Solía sentarme en un escritorio vacío a escribir y dibujar; veía pasar a todo tipo de gente por allí.

Mi madre me decía que tenía que tener cuidado y no moverme del sitio, porque casi todos eran criminales de algún tipo. Yo les dibujaba e intentaba imaginarme a quién habían matado y descuartizado. Muchos de ellos tenían menos cara de criminal que el tipo que está sentado a mi lado ahora mismo.

Un día apareció por allí Rosa, aquella gorda y fea hija de puta, y perdí el respeto por la mayoría de mis profesores.