Pepe es un tipo 6 años mayor que yo. Es domador de caballos
y ahora es mi compañero de piso. Cuando llega del trabajo a las ocho de la
tarde pueden pasar dos cosas distintas: o hace unos abdominales, o se lía un
canuto.
Es sábado. Lo primero que hace al llegar esa noche es
liarse un canuto. Yo estoy sentado en el salón y él se sienta a mi lado.
Hablamos sobre coches; no sé nada de coches. Una de las cosas que me fascinan
de él es que, aunque no tenemos nada en común, podemos hablar de cualquier
cosa; aunque uno de los dos no pueda seguir la conversación. Cuando alguno
pierde el hilo, nos reímos y decimos alguna gilipollez. A veces ni siquiera
estoy seguro de que me esté escuchando.
Pepe se toma su tiempo con el porro y cuando va por la
mitad me lo pasa, sin decir nada. Simplemente estira el brazo y yo lo cojo, doy
unas caladas y se lo devuelvo. Ha pasado un rato y nos estamos muriendo de
hambre, me levanto del sofá y voy a la cocina a por el típico folleto de comida
a domicilio que está sujeto a la puerta de la nevera con un imán. Los dos
tenemos muy claro que queremos un kebab. Descuelgo el teléfono y marco el
número del folleto. Cuando estoy haciendo el pedido miro a Pepe durante un par
de segundos, me da un ataque de risa y cuelgo. Vuelvo a llamar una y otra vez,
pero comunica. Finalmente, el tipo del kebab me contesta y yo vuelvo a reírme y
le cuelgo. No nos queda otra que ir al restaurante a recoger la comida.